Francisco (nombre ficticio) creció en un entorno donde ser diferente era motivo de castigo. Desde temprana edad, su familia y comunidad religiosa le hicieron creer que su orientación sexual era una aberración, un error que debía corregirse. La constante presión lo llevó a interiorizar la culpa, a sentir que su existencia misma era pecado. En medio de esa angustia, encontró en la iglesia cristiana un aparente refugio, pero lo que recibió fue una cadena de prácticas de conversión que, durante más de un año, buscaron arrancarle lo que era. Le prometieron que si rezaba lo suficiente, si obedecía, si se sometía, podría alejar a los “demonios” que, según ellos, habitaban en su cuerpo. Lo que vino después fue un abismo emocional: alcohol, drogas, excesos y noches que parecían no tener fin, intentando anestesiar el dolor del rechazo.
Pero la historia de Francisco no es solo una historia de sufrimiento. Es también un relato de fuerza y transformación. A pesar del daño psicológico, de las voces que intentaron silenciarlo, él encontró en su interior la capacidad de resistir. Comprendió que su orientación sexual no era un error, sino parte esencial de su ser. Hoy, Francisco camina con libertad, sin vergüenza, abrazando su identidad con orgullo. Su testimonio nos recuerda que sobrevivir no es suficiente: hay que vivir con dignidad, con verdad y con el derecho pleno de ser quienes somos.