Desde sus primeros años en el bachillerato, Nilson tuvo que enfrentar el acoso escolar por atreverse, quizás sin ser completamente consciente, a desafiar las expectativas que la sociedad había depositado en él. Su voz suave, sus gestos sutiles, la forma en que movía sus manos y expresaba su sensibilidad, fueron suficientes para que lo señalaran, se burlaran de él y lo excluyeran.

El castigo no provenía de sus acciones, sino de lo que representaba: una identidad que desafiaba las normas heteronormativas impuestas desde su infancia. Aunque en su hogar siempre encontró un entorno amoroso y de contención, el colegio se transformó en un campo de batalla emocional. Las palabras hirientes, las miradas que juzgaban y los susurros malintencionados dejaron cicatrices profundas que no se desvanecen fácilmente.

Durante un tiempo, Nilson intentó moldear su ser para ajustarse a lo que los demás consideraban apropiados. Vigiló sus movimientos, cuidó su voz y trató de adaptarse a un ideal masculino que se sentía como propio, pero que también fuese más aceptado. No lo hizo por vergüenza de ser quien era, sino por ese profundo deseo de vivir su masculinidad con orgullo, evitando así el rechazo y el constante señalamiento.

Aunque hoy ha sanado muchas de esas heridas, el eco de ese rechazo aún resuena en su vida adulta. En el trabajo, la universidad y en reuniones familiares o con amigos, el temor a la discriminación y el juicio persiste, acechante, recordándole que la libertad de ser uno mismo es una lucha que se libra día a día.

A pesar de todo, Nilson ha decidido vivir sin vergüenza. Sin vergüenza de su historia, de su voz, de su esencia.

Hoy, Nilson es un hombre íntegro, profesional, resiliente y profundamente humano. Ha aprendido solo a aceptarse, sino a convertir su experiencia en una fuente de inspiración para otros. Su historia no es solo un relato de heridas abiertas; es un testimonio de valentía, transformación y amor propio.